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Es lo que el presidente Joe Biden “ha puesto encima de la mesa”. Esta es la lectura más aguda de la revolución que palpita bajo las propuestas de EE UU para incrementar su impuesto de sociedades (desde el 21% al 28%) y aplicarle un suelo mínimo (del 15%) en todo el mundo. La formuló el director de Impuestos de la OCDE, Pascal Saint-Aimans. Y el grueso de los países occidentales se conjura a favor. En el G-7 (que reúne a los siete países más desarrollados del mundo), Alemania, Francia, Italia, Canadá y Japón aplaudieron al instante. El más retrasado ha sido el canciller del Exchequer británico, Rishi Sunak. Se sumó el viernes, mientras le tocaba el turno de presidir a sus colegas.

El más listo del equipo del primer ministro británico, Boris Johnson, auguró un “progreso sustancial” en el nuevo encuentro, ya presencial, del grupo —el próximo viernes—, para facilitar el plácet del G-20 ministerial del 9 de julio en Venecia, pues los siete se arrogan el rol de diputación permanente de los 20 (los países en desarrollo). Pero con una condición, ya adelantada por Francia y Alemania: que el tipo mínimo común del impuesto a las multinacionales se acompañe del designio según el cual las grandes “paguen impuestos donde operan”, resumió.

En realidad, este binomio está implícito en toda la operación. Lo proclaman los ingentes trabajos técnicos de la OCDE —desde 2013 y por cuenta del G-20—, contra la evasión ilegal y la elusión legal de las multinacionales. Lo inició en 2013 (proyecto BEPS) y culminaron en 2020 (Marco inclusivo de la OCDE y el G-20). Su esquema abarca dos pilares: el número II es establecer un tipo mínimo mundial para el impuesto de sociedades: para gravar a todas las multinacionales, ya no solo a las tecnológico-digitales.

Y el pilar I impele a que la recaudación se practique en el país donde el grupo empresarial realiza sus negocios y ventas, amén de fijar claves de reparto entre los distintos territorios de actividad de las compañías transnacionales. Es la gran revolución práctica: obligarles a contribuir. Es también una sacudida conceptual: ya no se trata solo de evitar la doble tributación, sino la doble elusión de impuestos. Que acaba recalando en un tercer país paradisiaco: desregulado y frecuentemente nido de las peores corrupciones. ¿Cómo? Tributando no solo por razón de sede social de la empresa sino según su nexo de mercado: las plazas donde las grandes corporaciones realmente desarrollan su actividad.

Joe Biden, con su secretaria del Tesoro, Janet Yellen, al timón, desbloqueó las ancestrales negociaciones de la OCDE que Donald Trump había paralizado en junio del año pasado. Este propuso la peregrina idea de un safe harbor, un refugio para que las empresas escogiesen a su antojo entre el caos persistente y el sistema anti-paraísos de nueva planta. Y con la más esotérica excusa de no mudar en tiempos de covid, como si la pandemia no requiriese más y mejor recaudación fiscal.

Por eso la OCDE resucita ahora como foro de estudio y negociación para el primer impuesto mundial común, empeño en el que se estrenó tras la Gran Recesión. Cuenta con la ventaja de los 135 países que se han asociado a su proyecto. Y con el empuje de poblaciones irritadas por los recortes sociales derivados de la Gran Recesión y las penurias de la crisis pandémica, mientras menudean las revelaciones sobre escándalos de delitos fiscales: Luxeleaks, Papeles de Panamá, Papeles Paradise, y casos de blanqueo bancario en Países Bajos y Dinamarca.

El tridente fiscal de Biden/Yellen, destinado a financiar su gigantesco plan de infraestructuras por 2,1 billones de euros, arranca de que “no es aceptable que 91 de las 500 mayores corporaciones del país pagaran cero en impuestos federales en 2019”. Consta de tres patas: 1) la vuelta al tipo del 28% en el impuesto de sociedades interno desde el 21% en que lo dejó Trump, que lo recibió al 35%; 2) el alza del 10,5% al 21% en la tributación de las empresas norteamericanas en el extranjero. Y 3) la propuesta de un tipo mínimo internacional del 21%, que luego rebajaron al 15%, para atraerse a los europeos, más conservadores.

“Aunque persistirán en acercarlo al 21%, porque si acaba siendo muy inferior, se harán la competencia a sí mismos”, augura José Luis Escario, de la Fundación Alternativas, experto español en fiscalidad internacional. El tipo mínimo mundial contrarresta la continua carrera fiscal a la baja, que obstaculiza la financiación del Estado del bienestar. Tiende a incentivar un mayor rigor de todos frente a los paraísos fiscales, que sustituya la tolerancia producto a veces de una vecindad promiscua.

Las multinacionales desvían al año a esos enclaves hasta 550.000 millones de euros, según algunos expertos y unos 200.000 millones según la OCDE (Lucha contra la erosión de la base imponible y el traslado de beneficios, BEPS por sus siglas en inglés, informe inicial… ¡de 2013!). Y la capacidad de recuperarlos mediante recaudación ortodoxa llegaría a 200.000 (con un tipo del 12,5%), estima el maratoniano estudio de impacto de ese organismo (Tax challenges arising from digitalization, 2020).

El plan pone la diana en la evasión fiscal delictiva. Y ataca la elusión de envoltorio legal que también la nutre. Desde países de bajos impuestos, que por vía directa o triangulando con otros acaban desviando los beneficios societarios ocultos a los paraísos fiscales (de tributación nula, o casi) y auto-beneficiándose, al detraer para sí ingresos de los vecinos.

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